Capitulo 2 El Dulce Rostro de la Muerte

Capitulo 2 El Dulce Rostro de la Muerte

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El remordimiento se apodera de mi, desplaza poco a poco  los demás sentimientos, esclaviza mi alma y la ata a un recuerdo que la tortura; ya no puedo reprimirlo, ha despertado del trauma inicial con una fuerza renovada que agranda la culpa, duele demasiado porque me obliga a revivir la impotencia ante la certeza de lo inevitable.

Debí insistir, si me hubiera empeñado en  convencer a Rodrigo de lo acertado de mi presentimiento,  tal vez Pedro hubiera escapado de su destino, ¿Será que lo que pasó fue lo que debía ocurrir y por eso no pude evitarlo? igual hay cosas que pasan y otras que hacemos que pasen.

El  pelo de Manuela, largo y crespo, caía en una negra cascada sobre su espalda desnuda, lo cepilló sin afán, le divertía ver como al soltar la trenza los apretados rizos recuperaban su gracia natural de inmediato.

Después de quitarse la ropa, un tanto varonil, que usaba para estar en casa, su atractivo cuerpo quedó expuesto al deseo que aún despertaba en Rodrigo; dobló con cuidado el  burdo pantalón  caqui y la blusa marrón.

Hacía calor, Manuela no se afanó por vestirse, siguió cepillando su cabello y dejó que su mente merodeara por el reino del temor, no sintió la insistente mirada de Rodrigo que la admiraba recostado en la cama con las manos cruzadas bajo la nuca, el abanico en el techo ronroneaba insistente mientras él devoraba en silencio su piel.

Aquella noche, por una extraña coincidencia, los dos  evocaban el primer día en su hogar, tal vez porque la paz que allí conocieron estaba a punto de desaparecer, se presentía en el ambiente…

Habían pasado diecisiete años pero el recuerdo estaba intacto, llegaron tarde a Yacarí, el pueblo más cercano, a quince minutos de la finca en campero, necesitaban comprar algunas cosas,  Manuela estaba ansiosa por conocer su nuevo hogar y no dejaba de afanar a Rodrigo, quería usar la alegría que rescató del cementerio.

Sé que les debe sonar extraño, pero así sucedió:  pasó por allí saliendo de Paya para despedirse de su mamá, se arrodilló frente a la tumba y le contó en secreto sus proyectos, después, con lagrimas en los ojos  recordó que allí fue donde perdió su alegría, se le fue enredada en las espinas de una rosa blanca que se le cayo de las manos y fue a parar sobre el ataúd de su mamá cuando la tierra lo cubría, quiso recuperarla pero unas manos fuertes se lo impidieron, nadie quiso escucharla y tuvo que presenciar impotente como su alegría era sepultada.

Divertida con el recuerdo se rió con ganas, se burló de sus infantiles delirios, pero cuando estaba a punto de irse descubrió, escondida entre dos bloques de mármol, una pequeña rosa blanca, la cortó con delicadeza y durante todo el trayecto no paró de mirarla con veneración, Rodrigo al fin preguntó intrigado que era lo que tanto le llamaba la atención de aquella florecita y Manuela con la mayor naturalidad le respondió –  mire – acerco la flor hasta ponérsela casi entre los ojos y aclaró – me recuerda el dulce rostro de la muerte – Rodrigo no pudo disimular su confusión,  Manuela le explicó – mi mamá siempre decía que la muerte es un pálido ángel de dulce rostro que aparece cuando alguien muere y le extiende su mano para guiarlo hacia el más allá –  Rodrigo pensó que era una extraña pero poética manera de concebir algo tan crudo como la muerte.

Guardó la alegría en el bolso sin dar más explicaciones y se preparó para  disfrutar de la libertad recién conquistada, Rodrigo bajó del Land Rover para abrir el broche de la entrada, el corazón de Manuela latía tan fuerte que tuvo que poner su mano sobre el pecho para apaciguarlo, apenas pisó aquellas tierras las sintió suyas ¡eran tan hermosas!

Dos quebradas de agua cristalina enmarcaban el terreno, el verde paisaje rural y el agradable aroma del pasto recién cortado le alborotaron la ilusión, supo de inmediato que allí estaba su hogar.

Recorrió con la vista embelesada la inmensidad del terreno, quería retener en su memoria la gloriosa imagen, llegó a temer que se tratara de otro de los sueños forjados por su imaginación para escapar del dolor pero ¡Todo era tan real! Sus cinco sentidos se alborotaron: contempló con intenso placer la verde visión, aspiró  agradecida el perfume de las flores al tiempo que escuchaba un dulce canto de esperanza entonado por la brisa y los alegres canarios, a lo lejos como fondo musical se alzaba la bulla de escandalosos toches; un dulce sabor a triunfo empalagaba su alma.

En un claro entre los árboles advirtió una pequeña cabaña ¡su casa! Se alejó para señalar un lugar bajo la acogedora sombra de la ceiba y gritó con entusiasmo infantil – ¡Acá quiero una enorme casa para nuestros veinte hijos! – corrió hacia Rodrigo, lo abrazó y lo besó con un beso largo, repleto de pasión, un simple gesto que para él lo fue todo, la amó desde que la vio y ya no pudo quitarle los ojos de encima, apareció de repente y lo saludó en voz baja, casi imperceptible, la tímida sonrisa que acompañó sus palabras se veía opacada por la tristeza, eso bastó, una oleada de compasión y ternura envolvió su cuerpo entero con el hechicero calor del sentimiento y en ese mismo instante se propuso devolver el brillo a esos hermosos ojos y hacer que una sonrisa iluminara su rostro para siempre.

Trabajaron duro, ayudados por Ignacio, para convertir aquella tierra en una finca productiva, Manuela disfrutó como nunca del esfuerzo, paso a paso, como todo lo que perdura, construyeron su nuevo hogar y una relación que fortaleció el tiempo, Pedro nació al poco tiempo y unos años más tarde decidieron que siete hijos eran suficientes.

Dejó el cepillo sobre el tocador para guardar la ropa ya doblada en el armario, sacó una ligera camisola de algodón y la deslizó sobre su piel con delicada seducción, un halo inevitable de sensualidad la rodeaba, de repente el miedo se concretó, cubrió su  semblante con la sombra de un negro presagio que ya no pudo reprimir, salió sin control de su boca con un tono inequívoco de premonición. – ¡Algo malo va a pasar! – Ignoró sus propias palabras y se arrodilló al pie de la cama para decir sus oraciones.

Rodrigo no creía en presentimientos, la sonrisa burlona que se asomó como respuesta  se estrelló contra la indiferencia de Manuela: con los ojos cerrados y las manos unidas elevaba una fervorosa oración para calmar su repentino temor, al rato se dio la bendición, levanto la sabana y se acurrucó junto a su marido – no me siento segura con la guerrilla rondando por acá – sintió un vació en el estomago – ¡dicen que se llevan a los muchachos por la fuerza! – El silencio de Rodrigo abrió un espacio a su propuesta – ¿Por qué no nos vamos para la ciudad?–

Y ¿qué vamos a hacer allá?  ¿De qué viviríamos? – Con una frase tajante dio por terminada la charla – ¡acá nos quedamos, pase lo que pase! – no quería admitirlo pero las palabras de Manuela lograron preocuparlo, esa tarde había ido al pueblo con Ignacio  ¡los niños se habían quedado cortos con su relato! los muros destrozados y las calles llenas de escombros eran testigos mudos del alevoso ataque y en los rostros desconcertados de la gente se sentía la tensión que reinaba en Yacarí.

En la plazoleta empedrada, frente a la alcaldía, el padre Camilo invitaba a los feligreses a realizar una jornada de oración; el boticario, el carnicero, el medico y un concejal, hacían inventario de sus armas para concluir descorazonados que sumadas apenas servirían para sacrificar una res; el tabernero narraba con todos los detalles lo sucedido a un grupo de vecinos, entre los cuales se encontraban Rodrigo e Ignacio, todo el que pasaba por allí disminuía el paso con disimulo, atraído por la crónica del periodista improvisado.

Jesús Quijano se asomó al balcón de la casona acompañado por el coronel Manrique, el comandante de la decimosexta brigada,  en su papel de alcalde se dirigió a los presentes con un improvisado discurso, con voz gangosa les pidió calma, aprovechó para alabar los esfuerzos hechos por su administración y terminó enredado en una verborrea inútil que provocó las protestas del publico.

El coronel Manrique le robó la palabra y en dos minutos calmó los ánimos, prometió proteger el pueblo en ausencia de la policía, hizo énfasis en el riguroso entrenamiento de los soldados asignados para esta labor; los niños del pueblo los miraban boquiabiertos, con sus uniformes camuflados y el moderno armamento parecían salidos de una película de acción; habían llegado en la mañana apoyados desde el aire por una de las brigadas móviles de la Fuerza de Despliegue Rápido (FUDRA)

Los helicópteros sobrevolaron la montaña para buscar a los policías retenidos, nunca los encontraron, los guerrilleros acosados por la persecución salieron de la cordillera para regresar al campamento por otro camino y evadir al ejército, los prisioneros hacían más lenta su retirada, una orden impartida por radio solucionó el problema, desarmados y sin ninguna posibilidad de defensa los siete agentes fueron acribillados y enterrados a la carrera en una fosa común.

El pueblo está protegido por los soldados pero  ¿las veredas? – la inquietud de Manuela iba en aumento, la pregunta se quedó flotando en el aire conjurando un desenlace.

La luz del alba comenzaba a colarse a través de las ventanas con un tenue resplandor dorado, el amanecer del sábado los sorprendió tomando café en la cocina casi oscura, era día de racionamiento y la débil luz de una lámpara Coleman, colgada de la viga central del techo, no bastaba para iluminar el recinto.

Terminado el café, Rodrigo mandó a Ignacio a ensillar los caballos y se quedó revisando que Pedro y Juancho llevaran las grapas y el alambre suficientes para reparar las cercas,  los vio alejarse mientras bromeaban entre ellos como siempre, fue entonces al deposito para llenar los tanques con los químicos que usarían Julián y Gonzalo para fumigar los maizales, apretó las correas que sujetaban las fumigadoras a la espalda de los niños, luego lo acompañaron al establo y se dirigieron a cumplir con su trabajo. Julián, de catorce años y Gonzalo de trece, eran dos muchachitos altos y flacos pero en sus cuerpos  ya se podía ver que heredarían el tamaño de su papá.

Rodrigo e Ignacio galoparon hacia el extremo oriental de la finca, atravesaron la espesa arboleda que separaba la casa de los potreros y cultivos: un denso manto de color verde profundo que se desvanecía para mostrar, en todo su esplendor, una tierra maravillosa y fértil, la brisa cálida y seca les golpeaba el rostro y jugaba con sus sombreros, Rodrigo devoraba la extensa llanura evocando alegres recuerdos de su niñez.

En las largas jornadas de vaquería compartidas con su papá, Miguel Tascón,  aprendió todo lo que sabía de ganadería, pasó toda su infancia al lado de recios llaneros, al caer la noche se reunían alrededor de una fogata en algún lugar de la infinita llanura, una pausa para comentar la jornada y descansar; no faltaba el vaquero que encabritado como un potro cerrero por el aguardiente, se quejara de la ingratitud de las hembras y terminara despojado de su orgullo de macho llorando con amargura.

Miguel, disimulaba su disgusto y lo interrumpía para decir – sea macho mijo, los hombres no lloran y menos por una vieja   –  luego se hacía cargo del despechado bebiendo con él hasta que aceptaba, sin titubear, que  amar a una mujer era el camino de la desgracia.

Rodrigo tendría que luchar contra los prejuicios inculcados y vencerse a si mismo, solo así podría detener la rueda de la venganza para impedir que arrasará, en su giro mortal, con su vida y la de su familia.

Manuela se asomó por el balcón del segundo piso, quería saber qué causaba las carcajadas de Juanita, admiró la paciencia de Gloria para acorralar una a una las gallinas y meterlas al galpón ya limpio, difícil labor ya que Juanita correteaba los pollitos espantando también a sus nerviosas madres, Carmen por su parte, estaba lavando y desinfectando los comederos para luego ponerlos a secar, boca abajo, sobre el pasto.

Le gustaba verse prolongada en esas niñas, feliz de ver como disfrutaban la vida con toda la alegría que le fue negada, a los diez años – la edad de Gloria – su infancia se truncó abruptamente y los juegos fueron desplazados por una abrumadora realidad: la muerte de su mamá fue el origen de su desgracia,  desde entonces se le convirtió en una obsesión morir, era a su modo de ver,  una forma de escapar a un lugar muy lejano donde el dolor no podría alcanzarla.

El baño de los perros acabó convertido en un caos, la bulla de las niñas y los gritos de Leonilde la obligaron a bajar para averiguar qué pasaba, los animales llenos de jabón escapaban del agua, corrían por todos lados patinando erráticos; pasaban del lavadero a la cocina por la puerta lateral, salían por la del frente y embarraban con sus patas el piso del porche recién lavado, la escena era tan divertida que tuvo que hacer un enorme esfuerzo para contener la risa, con un fingido gesto de enfado despachó a las niñas para atrás de la casa a terminar su tarea.

El alboroto había dado paso a un silencio apacible que Manuela agradeció; de repente, la fatalidad se materializo en un grito agudo que irrumpió con su aterrador acento en la calma y la alejó para siempre.

Manuela instintivamente buscó a Leonilde con la mirada pero no la encontró, corrió hacia la puerta y con las manos apoyadas en la baranda intentó ubicar la procedencia del grito, Juancho salió de atrás de la ceiba corriendo hacia la casa, como perseguido por un espanto – ¡Leonilde! ¿Dónde se metió? – Gritó y sin esperar respuesta fue hasta la puerta del porche y sacudió a Juancho por los hombros – ¿Qué pasó? ¿Dónde está Pedro?– un horrible presentimiento estremeció su cuerpo  –  ¡Se lo llevan mamá, se lo van a llevar!

Salió corriendo en la misma dirección de la cual vio venir a Juancho sin saber qué hacer, en el camino tropezó con Leonilde que alertada por el grito salía del baño subiéndose los pantalones. – ¡Leo, busque a Rodrigo y a Nacho, algo pasa con Pedro!

Las pesadas botas de caucho, que usaba para lavar los pisos, dificultaban su carrera, Juancho la alcanzó, tomó su mano y la guió por un atajo a lo largo de la orilla del río, lo atravesaron por un remanso y tomaron cuesta arriba por entre las matas de yuca, avanzaba penosamente ahogada por el esfuerzo pero no podía detenerse ¡su hijo estaba en peligro!

Al fin lo vio en la punta de la loma, un grupo de hombres uniformados lo rodeaba, dos de ellos lo retenían por los brazos mientras Pedro forcejeaba para soltarse. –  ¡Suéltenlo! – Gritó – ¿Quiénes son ustedes?

Eran guerrilleros, uno de ellos se apartó del grupo y se le acercó, su aspecto feroz logró acobardarla, los ojos color ámbar brillaban como brasas encendidas sobre su piel morena, no era muy alto ni demasiado fornido, su miraba arrogante recorrió su cuerpo desvistiéndolo, sonrió levemente y con fingida cortesía se quitó la boina verde oliva.

Cálmese, mi nombre es Roberto, estamos reclutando al muchacho para la guerrilla – anunció sin inmutarse, como si la vida de Pedro le perteneciera.

¡Antes me matan! – corrió hacia Pedro, empujó a los hombres que lo retenían y  lo abrazó para protegerlo con su menudo cuerpo, los hombres se miraron entre ellos desconcertados con su reacción y sin saber qué hacer, pero el comandante sin vacilar montó el fusil y lo puso bajo la barbilla de Manuela, la presión le hizo levantar la cara hacia el cielo, los demás lo imitaron apuntando a Pedro con sus armas.

Quedaba así en evidencia la crueldad de Roberto, el hombre bajo cuyo mando quedaría Pedro a partir de ese día; Juancho, muerto de miedo, no sabía si intervenir o salir corriendo en busca de ayuda, era bajito y muy flaco, eso lo hacía parecer mucho menor que Pedro –aunque se llevaran apenas un año – esta desventaja física había hecho de él un muchacho  inseguro y temeroso.

Vea señora ¡no sea bruta! No se haga matar estúpidamente – apoyó el dedo sobre el gatillo para que supiera que no le temblaría la mano para matarla.

Pedro la agarró por los hombros y la apartó, luego con su aplomo natural le pidió al comandante unos minutos para calmarla, Manuela cayó de rodillas decidida a rogar, no tenía más armas para defenderlo que la sumisión, ni más argumentos que el intenso dolor que hacía pedazos su corazón. Pedro no lo pudo soportar, de un brusco jalón la levantó del piso y la abrazó con ternura, quería protegerla de la mirada burlona de unos hombres, que tal vez en el pasado protagonizaron una escena parecida, solo tres de ellos miraban hacía otro lado, el resto parecía disfrutar del doloroso espectáculo.

Mamita, no les ruegue a estos… – le hablaba al oído, su mirada llena de odio completó la frase, se aferró a Pedro y se rebeló en silencio rogándole al cielo que  acudiera en su defensa, Pedro pateaba las piedritas del suelo aparentando indiferencia, cerró los ojos e imaginó que regresaba a la seguridad de su vientre, evocó recuerdos olvidados para espantar el miedo.

Un insistente golpeteo en su hombro lo hizo reaccionar, era Juancho y señalaba hacia la montaña: Rodrigo e Ignacio venían galopando cuesta arriba desde el potrero. La admiración que sentía hacia su padre lo animó, pero le bastaron unos pocos segundos para comprender que sólo en sus fantasías infantiles, él con su fuerza descomunal era capaz de vencer al mismísimo diablo, como  Florentino, en la leyenda llanera que muchas veces le escucho contar en las apacibles noches sin luz, siempre imaginó que el hombre que iba a caballo para enfrentar al demonio era Rodrigo Tascón y por un momento soñó que venía a rescatarlo a él de su viaje al infierno.

Rodrigo llegó pálido, derrotado por la angustia se apeó del caballo armado apenas con un machete, a su lado Ignacio sostenía las riendas de los animales que se revolvían inquietos presintiendo la calamidad. Los ojos esperanzados de su mujer y sus hijos le desgarraron el alma y lo confrontaron con la cruel certeza de su impotencia.

Sabía que tendría que resignarse y entregar a su hijo para proteger a la familia  de las represalias de la guerrilla, empuñó con sus palabras serenas el  puñal del sacrificio, revolvió el cabello de su hijo y  le dijo –  Lo siento mijo – en su mirada había una mezcla de ternura y culpabilidad que quiso ocultar calándose más profundo su sombrero – recuerde como lo hemos educado – luego bajó la voz hasta hacerla casi imperceptible – evite matar ¡puede hacerlo –  abrazó a Pedro y terminó con sus consejos – usted es un buen muchacho y lo va a seguir siendo, yo lo sé…  – la voz se le quebró mientras hacía un esfuerzo enorme para calmarse pero fue inútil, desvió la mirada y la dejó suspendida en la lejanía, necesitaba acallar su conciencia que a gritos lo recriminaba por cobarde.

Pedro lo escuchó sin decir nada, su silencio tan elocuente hirió a Rodrigo en lo más profundo, lo abrazó fuerte con mal disimulada tristeza, no los miró, tampoco les habló, ni suplicó por su libertad,  era inútil y necesitaba guardar su rencor y  dignidad, atesorarlos en un rincón de su ser para usarlos cuando fuera necesario.

Un grito los hizo reaccionar – ¿Qué pasó? A ver, límpiese los mocos y camine, ¡no tenemos todo el día! –  Roberto estaba impaciente.

Pedro se despidió de su familia, seguía sin decir una palabra para evitar que el llanto inminente lo traicionara, Rodrigo estrechó a Manuela con sus fuertes y protectores brazos para  que no se desmoronara al ver al grupo de hombres alejarse con su hijo, se perdieron en la distancia hasta que se los tragó la montaña en el laberinto de sus verdes fauces.

Las niñas jugaban frente a la casa ignorando lo sucedido, no se dieron cuenta de que su mamá entró llorando y se escondió en su habitación, no quería que la vieran en ese estado, luego escucharon claramente los gritos de Rodrigo – ¿Dónde están las llaves del jeep? – Siguió dando ordenes con brusquedad – ¡Ignacio, nos vamos para el pueblo por ayuda!

La impotencia acrecentaba su dolor y lo hacía insoportable, se sentía culpable por no haber sido capaz de defender a su hijo, se recriminó por su cobardía sin tener en cuenta que estaba solo y desarmado, que la prudencia  lo hizo detenerse a tiempo para evitar un enfrentamiento que, de todas formas, hubiera resultado inútil.

Juancho se quedó solo sin saber que hacer con su tristeza, no podía pensar en lo sucedido sin que se le llenaran los ojos de lagrimas y le doliera el estomago, tampoco quería molestar a su mamá, invitó a las niñas a bajar al río, la tarde era calurosa y decidieron darse un baño, al rato llegaron Gonzalo y Julián que venían de los maizales.

Juancho no pudo callar más, necesitaba repartir el dolor para ver si lo podía soportar, si al compartirlo con sus hermanos lograba liberarse de esa roca que le oprimía la boca del estomago y le impedía respirar, fue su primer encuentro con el sufrimiento y le asustaba que doliera tanto, interrumpió de pronto la diversión: –  Vengan, tengo que contarles algo – se detuvo al ver sus ojos inocentes llenos de curiosidad, pero pudo más su necesidad de compartir el dolor – Pedro se fue – informó sin más preámbulos –  se lo llevaron los guerrilleros y quién sabe cuando vuelva – hablaba con indiferencia como si así le pudiera restar gravedad a lo que estaba pasando.

Juanita, Gloria y Carmen lo miraron unos segundos, trataban de entender lo que decía, supo que habían comprendido cuando se abrazaron llorando desconsoladas. Gonzalo y Julián agacharon la cabeza pero sin llorar,   regresaron a la casa en silencio, no había risas ni juegos, sólo un profundo dolor que no se alivió al compartirlo, como creyó Juancho, sino que parecía crecer alimentado con el de sus hermanos.

Rodrigo llegó derecho a la alcaldía, frenó en seco frente a la puerta, se bajó del carro y entró buscando a Jesús Quijano, necesitaba su ayuda para hablar con el coronel Manrique, le iba a pedir que rescataran a Pedro, el coronel fue muy claro: – Como usted sabe, don Rodrigo, tenemos asuntos más graves por atender,   entiendo su situación y quisiera ayudarlo pero no puedo meter mis hombres al monte, es su territorio, usted sabe que anoche se llevaron unos agentes de policía y tampoco podemos hacer nada por ellos, sólo esperar. Le prometo que si sé algo le aviso – No valieron sus ruegos, regresó a su casa sin una solución y lleno de rabia por la respuesta del coronel.

La noche cayo lentamente abrigando la tierra con su triste manto, la oscuridad envolvía todo robándose el color, una sombra gris cubría el ambiente y los corazones,

La rústica mesa de madera parecía salpicada por la lluvia, lagrimas silenciosas surgían del profundo desconcierto de aquellos niños, la hora de la comida, siempre tan bulliciosa, esa noche se hacía insoportable, todos trataban de ser fuertes para fortalecer a los demás, Juanita, revolvía con desgano el sancocho sin animarse a probarlo, observaba impotente las gotas saladas que caían en el plato, de pronto, no pudo contenerse más, sus sollozos aumentaron hasta desbordar su control, su abierta expresión logró contagiar a sus hermanas y luego a sus hermanos que ya no quisieron reprimir más su profunda tristeza.

 Manuela salió de la casa para huir del dolor de su familia, le quemaba el alma, se sentó en el banquito de madera que usaba Leonilde  para desgranar el maíz,  era pequeño así que sus rodillas quedaban  casi a la altura del pecho, las abrazó con sus brazos e imaginó que abrazaba a  Pedro.

Luchaba contra la pena, podía soportar su ausencia pero su angustia iba más allá, Pedro era todavía un niño, detrás de su corpulenta figura y aparente fortaleza se escondía un mar de bondad que haría mucho más difícil su experiencia, sintió rabia, no aceptaba esa injusticia tan grande, ¡era su hijo!  

De pronto las manos de Rodrigo se posaron sobre sus hombros – Los muchachos están muy tristes, Juancho les contó lo que pasó – el pesar se asomaba a su rostro, parecía haber envejecido de repente – ¡Pobrecitos! Son tan chiquitos y les debe costar mucho entender  – Manuela se llevó las manos a la cabeza para borrar de su mente tantos pensamientos negativos que la acosaban –  Rodrigo… – meditó un poco antes de decidirse a preguntar – ¿Por qué se creen con derecho sobre su vida? ¡Es mi hijo, yo lo tuve, yo lo crié, es mío! ¿Por qué me lo quitan? –  ahogaba un grito que quería salir para expresar su desesperación, de nada valió su pobre intento por defenderlo.

Lo perderían para siempre, de una u otra forma el niño que se había ido jamás volvería, la incertidumbre por su suerte era más dolorosa que la certeza que se siente al ver cerrar una tumba con alguien querido en sus entrañas.

Juancho calmó un poco a su hermanitos y los hizo acostar, luego salió como en trance hacia la ceiba para refugiarse bajo sus ramas, el árbol expresaba la pena a su manera, de él caían hojas secas para acompañar el llanto ruidoso de Juancho que parecía ahogarse con lo que llevaba dentro.

Rodrigo fue tras él  – Juancho, no llore, él va a estar bien – no era solo dolor… escondía su temor detrás del amargo llanto, lo sucedido con Pedro  predecía su propio futuro.

La noche se deslizó lentamente con un silencio profundo al cual contribuía el ambiente, parecía que hasta las cigarras aquella noche se olvidaron de chirriar y los sapos se silenciaron en solidaridad con el dolor de la familia Tascón, nadie durmió en la casa, la incertidumbre alejaba el sueño y Manuela se revolvía en la cama inquieta, se preguntaba acerca de la suerte de sus otros hijos.

Pedro se había ido como un valiente, no se derrumbó frente al dolor de su familia, tomó fuerzas de su amorosa presencia y se aferró a la esperanza de volver algún día a ese hogar, del cual era arrebatado sin compasión para servir a intereses que nunca entendió ni compartió. Se marchó por un camino sin retorno, la vida debía continuar, poco a poco todo volvería a ser como antes a pesar del inmenso vació y la enconada resignación que dejó su ausencia.

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