Capitulo 1 El Dulce Rostro de la Muerte
La luz agonizante de la luna al amanecer se desliza desde el cielo para llegar casi desvanecida al rincón donde está sentada Manuela, necesita recordar, ya no sabe sí huye de los recuerdos o son ellos quienes la evitan, los busca y su mente vaga perdida en la bruma espesa de un dolor que alborota los sentimientos y le impide concentrarse en los hechos.
Le urge viajar al pasado, enfrentar la fatalidad que, como una sanguijuela, chupa con avidez sus ganas de vivir, busca en su interior una respuesta, alguna alternativa que le devuelva la paz y evite una cadena de desgracias mayores.
Esa pregunta se repite insistente y necesita de la memoria para responderla, enrosca un crespo de su pelo negro y rompe la barrera del olvido, cierra los ojos, la remembranza arrebata su alma del presente, una avalancha de recuerdos reprimidos se desborda. ¡Ya no duelen tanto!
Leonilde, ¿Qué va a pasar con mi hijo? – preguntó llorando pero en realidad no esperaba ninguna respuesta, Manuela conoció el dolor desde que era una niña y lo asimiló como algo natural, luego su vida se acomodó en la calma y el tiempo le hizo olvidar la manera de lidiar con él; mientras secaba los platos esculcaba en sus recuerdos, buscaba el cofre imaginario donde había guardado los trucos que usó de niña para escapar de su tristeza, fue inútil, tuvo que desistir al comprender que así lo encontrara, ya no le serviría para afrontar la gravedad de los hechos y que el ingrediente principal, su inocencia, ya no estaba disponible.
Leonilde se acercó y la estrechó contra su cuerpo robusto, pretendía consolarla con un apretado abrazo pero su barriga de madre primeriza lo impidió, la cara se le contrajo con una mueca de dolor y sus pequeños ojos verdes se llenaron de llanto, podía sentir en carne propia el dolor de su patrona.
Manuela guardaba la loza y Leonilde barría la cocina, una nube de ceniza escapaba de la estufa de leña y volaba traviesa por todos lados, no usaban la de gas desde que prohibieron la venta de pipetas en el pueblo, una medida inútil pues la guerrilla las seguía usando como explosivos.
Manuela decidió que la vida debía seguir aunque le doliera respirar, cogió la escoba y comenzó a barrer el corredor que rodeaba la casa, cercado por una baranda metálica a media altura, dos pequeñas puertas daban acceso al porche que servía de terraza a la alcoba principal.
No quería subir y encontrar la cama vacía de Pedro, necesitaba pensar que aún dormía allí protegido del mundo, así que se recostó en una de las hamacas que enmarcaban la puerta de su alcoba y se dedicó a contemplar la inoportuna belleza del ambiente: el arco iris se insinuaba en las frondosas veraneras que con su mágica textura de siete colores, trepaban por las paredes blancas para hacer palidecer el rojo intenso de techos, pisos y barandas.
Al fondo, mecido por el viento, un pequeño bosque de pinos romerones rodeaba una Ceiba centenaria que le daba sombra a la casa con su enorme follaje. ¡Si el tiempo se hubiera detenido el viernes pasado!
Manuela pelaba las papas y las ponía en un platón con agua dejándose hipnotizar por los círculos concéntricos que se formaban en el líquido, en ellos se reflejó el recuerdo de ese día: Leonilde alimentaba el fuego de la estufa con astillas de madera y entonaba su canción favorita, absortas en su oficio no se percataron de la presencia de Pedro que recostado sobre el marco de madera de la puerta, las miraba en silencio.
Se asustó un poco, le pasaba con frecuencia, vagaba tanto por el tiempo en sus momentos de reflexión, que le costaba ubicarse de nuevo en el presente, por unos segundos le pareció que era Rodrigo liberado del paso de los años, ¡se parecían tanto! Pedro tenía dieciséis años; su cabello rizado y oscuro, las facciones varoniles de Rodrigo y los profundos ojos negros heredados de su madre hacían de él un hombre muy atractivo y le agregaban años a su corta edad.
Buenos días mamá, ¿Por qué no me despertó? – se sentía culpable por faltar a la escuela, Manuela se levantó y tocó su frente – ya está mejor, desayune y va y busca a su papá para que le ayude.
Conoció a Rodrigo Tascón en casa de su hermano mayor, lo vio y se sintió atraída por su imponente presencia, en sus ojos pardos encontró la puerta para escapar del despecho y de una vida insoportable, se dedicó a perseguir su mirada para enredarla con su belleza adolescente, usó sus ojos de ensueño para recordarle el cielo a media noche y con inocente malicia le prometió un paraíso escondido entre sus caderas, por momentos se avergonzaba de su descaro, luego recordaba que debía salir de allí así que sin pudor se dejó arrastrar por sus deseos y esperó las consecuencias: se escaparon una semana después de confirmar su embarazo.
Se fueron para no volver, Manuela cortó ese día y para siempre con sus lazos de sangre, nada la unía a una familia que ignoró su dolor, a un padre que fue sordo y ciego a las quejas de su hija menor y la dejó indefensa ante los abusos de Cristina, había, sin embargo, una razón más poderosa para renegar de su pasado y de la cual Rodrigo no debía enterarse: Juan Manuel Landazury
Escapar de su recuerdo fue el verdadero motivo para llevar a cabo su plan de seducción, el dolor de su injusto abandono avivó la profunda herida que ya tenía en su corazón, día y noche lloró sin pausa escondida detrás de las puertas y bajo las cobijas para dar rienda suelta a su desconcierto, pasó en unos segundos del efímero paraíso del primer amor, al infierno eterno de la incertidumbre.
Llevaba una semana sin saber de él, una semana de silencio que llenó sus noches de sordos ruegos por una explicación, Cristina, sin saberlo, se hizo cómplice de su propósito, le ordenó que fuera a la hacienda de los Landazury para llevarle un encargo a la mamá de Juan Manuel, Manuela estaba tan feliz con la oportunidad que le ofrecía su madrastra, que no reparó en su gesto compasivo al mencionar el nombre de Stella.
El corazón le golpeaba con brusquedad el pecho, quería librarse del encierro para llegar antes que ella y verlo, el camino se estiraba bajo unos pasos vigorosos que no parecían avanzar, la ansiedad convirtió en un espeso barrizal el sendero en el cual resbalaba a cada paso entre sus dudas, pero al fin lo logró, golpeó la puerta temerosa, cuando se abrió, sus ojos olvidaron la prudencia y recorrieron curiosos el recinto
– Gracias Manuelita – Stella sonrió al recibir el paquete – dígale a Cristina que … – volteó la cara para disimular el llanto– un día de estos paso por allá, no he tenido ganas de salir desde que se fue Juan Manuel.
¡Se fue! ¿Para dónde? La sorpresa heló la sangre que, minutos antes, corría por su cuerpo animada por la ilusión y las piernas le flaquearon, no se atrevía a preguntar, presentía que no tendría fuerzas para disimular pero la súplica que brotaba de su alma bastó para obtener una respuesta: Stella le contó llorando que su hijo se había ido para la ciudad, que no sabía cuando regresaba, que era un asunto familiar y nada más, no entró en detalles, Manuela no insistió, Stella no sabía de su noviazgo con Juan Manuel y si Cristina se enteraba tendría graves problemas.
En ese mismo instante, la tristeza y la incertidumbre se alejaron dejando como rastro un intenso resentimiento, esperó más de un mes por una razón suya pero Juan Manuel nunca se comunicó con ella, fue entonces cuando decidió escapar con Rodrigo de su amargo despecho, parecía un trato ventajoso: pagó con el dolor de un amor fracasado por la serena estabilidad de un hogar.
El abuelo de Rodrigo, Jacinto Tascón, fue un próspero hacendado llanero que acosado por la guerrilla y los paramilitares se vio obligado a refugiarse en la ciudad, antes de morir le dejó a Rodrigo una finca en Belén de Yarí, doscientas hectáreas que comenzaban en el piedemonte de la cordillera oriental y se despeñaban, como una cascada verde y fértil, llano adentro, esa finca se convertiría en el nuevo hogar de Manuela.
El almuerzo está listo ¿Quiere un tinto? – la voz de Leonilde espantó los recuerdos, Manuela salió de la cocina con el café entre las manos y se acomodó en una de las mecedoras del porche, Leonilde la acompañaba en silencio, desgranaba el maíz sentada en un banquito con las piernas abiertas, usando su enorme barriga como apoyo.
¡Cuánto añoraba la normalidad arrasada en un instante! La rutina, que se repite día tras día, oculta la dicha en los sencillos hechos cotidianos, ver llegar a todos sus hijos de la escuela era, hasta el viernes pasado, un hecho intrascendente y aunque esa tarde algo extraordinario sucedió, no bastó para advertirles del peligro que los acechaba:
Juanita llegó gritando, se burlaba de sus hermanos mayores pues otra vez les había ganado la carrera desde la escuela hasta la casa, tiró su pequeña bicicleta sobre el pasto y corrió a abrazar a su mamá que la esperaba con los brazos abiertos.
Los demás llegaron protestando, al ver tanto alboroto Manuela añoró la calma que sentía cinco minutos antes
– Mamá – dijo Juancho después de darle un beso – ¡la guerrilla se tomó el pueblo anoche! ¿No han dicho nada en las noticias?
– ¡Acabaron con la estación de policía, en la escuela hay un hueco en el muro que da hacia el pueblo – agregó Gonzalo, iba a continuar cuando Gloria lo interrumpió.
– Mataron a seis policías y se llevaron a los otros ocho – Julián le arrebató la palabra a su hermana y la corrigió
– No fueron ocho sino siete – luego siguió con su relato – el ejército llegó esta mañana a Yacarí y hay soldados por todas partes…
Leonilde y Manuela trataban de seguir con atención el desordenado relato y también de disimular su preocupación, varios pueblos cercanos habían sido atacados en las últimas semanas y los enfrentamientos entre la guerrilla y los paramilitares, habían dejado varios muertos en ambos bandos.
La finca de los Tascón estaba en un sitio estratégico: el paso de la cordillera oriental al llano, la toma de Yacarí no era un hecho aislado, algunos grupos de autodefensas rondaban la zona para repeler a la guerrilla, el ejército los estaba desplazando de sus guaridas y eso los obligaba a buscar el control de nuevos territorios, comenzaba la guerra por el dominio de la región.
En el segundo piso de la casa estaban las habitaciones de los muchachos, las de los varones en los extremos y en el centro la de las niñas, al frente, sobre la entrada de la casa, un espacioso corredor, rodeado con barandas, se abría a la brisa y luego se estrechaba dando la vuelta completa al segundo piso, allí se reunía la familia, frente al televisor, después de la comida.
Esa noche no había racionamiento de energía, Manuela y Rodrigo intentaban escuchar las noticias por encima del alboroto de sus hijos, las tres niñas jugaban parqués sentadas en el piso y discutían cada jugada, los muchachos, apoyados en la baranda, le contaban a Pedro quién sabe qué maldades porque hablaban muy bajito pero celebraban cada rato con ruidosas carcajadas.
De pronto Rodrigo levantó la mano con un gesto impaciente para pedir que se callaran, una nota de menos de un minuto mencionó por fin la toma guerrillera a Yacarí, apenas cincuenta y siete segundos para registrar un hecho que estaba a punto de cambiar, para siempre, la vida de la familia Tascón y de todos los habitantes de Belén de Yarí.
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